Pidamos a los reyes una recuperación de la producción industrial alemana
A principios de este año que está finalizando, la situación económica en las principales economías era bastante estable.
La mayoría de los miembros de la OCDE habían superado con éxito las principales secuelas de la Gran Recesión, hasta el punto de que las tasas de desempleo se encontraban en niveles históricamente bajos y el output gap, es decir la diferencia entre el PIB real y el potencial, era positivo. Dicho en otros términos, las economías occidentales estaban produciendo a pleno empleo, o incluso por encima. En ese momento, los bancos centrales se planteaban revertir la política monetaria superexpansiva, que habían llevado hasta entonces, hacia parámetros más razonables, y los signos de desaceleración que empezaban a observarse eran más consecuencia de que las economías se iban acomodando hacia tasas de crecimiento más sostenibles a largo plazo que a la existencia de shocks adversos que amenazaran con producir una nueva recesión.
Sin embargo, a partir del segundo trimestre del año, y, sobre todo, a principios del verano se acumularon una serie de noticias negativas que ensombrecieron el panorama económico mundial. Por una parte, Estados Unidos y China se enzarzaron en una guerra tecnológica y comercial, que desembocó en una espiral de sanciones y contrasanciones que amenazaban seriamente el comercio internacional, y con la posible contracción del comercio, ya que disminuía la productividad mundial al interrumpir los flujos de comercio que permite producir los bienes y servicios en aquellas economías que poseen ventaja comparativa.
En segundo lugar, en el Golfo Pérsico, se recrudeció la rivalidad entre Irán y Arabia Saudí. La guerra en Yemen, el ataque al principal centro de exportación de crudo de Arabia y el apresamiento de petroleros en el estrecho de Ormuz supusieron durante este verano una amenaza importante al precio del petróleo, que, pese a todo, sigue moviendo las economías mundiales.
Europa, por su parte, contribuyó a la sensación de incertidumbre internacional a través de dos vías. Por un lado, el Gobierno italiano dominado por Salvini puso rumbo de colisión con la UE en materia fiscal, negándose a aceptar las reglas del Pacto de Estabilidad, con el riesgo que esto tenía, dado el tamaño de la economía italiana en la zona euro y su altísimo nivel de endeudamiento. Por otro lado, Reino Unido, y más concretamente su Parlamento, no acababa de encontrar una solución a su acuerdo de divorcio con la UE, pareciendo inevitable que, en el otoño, los británicos abandonarían la Unión de la peor forma posible, a las bravas y sin ningún tipo de acuerdo.
Por si esto fuera poco, la producción industrial alemana, arrastrada por el sector del automóvil, aceleró a partir de abril su declive, que ya había empezado en la segunda mitad de 2018. Debemos recordar que el sector industrial alemán es el corazón del PIB y de la exportación alemana, y Alemania es el centro de la UE y de la zona euro. Si la industria alemana no va bien, algo esencial deja de funcionar en la UE en su conjunto.
Por separado, cada uno de estos acontecimientos no es suficiente para provocar una recesión mundial, pero todos ellos en conjunto crearon un ambiente de incertidumbre y pesimismo que empezó a afectar a la inversión y el consumo. Es entonces cuando los bancos centrales, alarmados porque la suave desaceleración, dirigida a alinear el crecimiento de las economías con su crecimiento potencial, se convirtiera en una recesión, decidieron no sólo frenar sus planes de normalización de la política monetaria, sino que pidieron una expansión fiscal a los países que estuvieran en condiciones de hacerlo.
En estos momentos, unos meses más tarde, la situación global es sensiblemente mejor. La guerra comercial entre China y Estados Unidos, no ha ido a más, incluso es posible que se confirme, si no la paz, por lo menos un alto el fuego. Las tensiones entre Arabia e Irán, aunque continúan ahí, tampoco se han disparado, y el precio del crudo se sigue moviendo entre 60 y 70 dólares el barril, niveles que, aunque no impulsan el crecimiento, tampoco lo frenan. En Italia hay un nuevo Gobierno, que seguirá peleando para que se apliquen más benignamente las reglas del Pacto de Estabilidad, pero acepta las reglas del juego y no parece que vaya a poner en peligro la estabilidad de la zona euro. En Reino Unido, tras la dramática salida de Downing Street de Theresa May, el nuevo Gobierno de Boris Johnson tiene mayoría suficiente para imponer el acuerdo alcanzado con Bruselas y tiene un año por delante para definir la futura relación definitiva con Europa.
Todas las amenazas de la economía mundial que a principios del verano encendieron todas las alarmas, están en mejor situación que hace unos meses, o al menos no han empeorado. Todas menos una. La evolución del sector industrial alemán. Los últimos datos de octubre, con una reducción de la producción interanual del 5,3 por ciento, son los peores desde 2009. La caída de la actividad en su conjunto, pero sobre todo el automóvil, sigue siendo alarmante. Dada la importancia de la industria alemana para Europa, y sus consecuencias directas e indirectas para la economía española, ahora que todavía hay tiempo, deberíamos pedir a los Reyes Magos para 2020 una recuperación del sector industrial alemán (y que no se estropee nada de lo demás).