La posible rivalidad comercial con la UE

La posible rivalidad comercial con la UE

El mantra de “materializar el Brexit” con el que Boris Johnson se juega la apuesta electoral del 12 de diciembre ha eclipsado una inquietante realidad del futuro del Reino Unido en solitario: el aliado que durante más de 40 años había constituido su puente a mercados de todo el mundo, el mismo al que destina la mitad de sus exportaciones, se convertirá en su rival.

Independientemente de cuánto lleve negociar el acuerdo de libre comercio que el primer ministro británico pretende cerrar antes de final de 2020, el destino les depara una competencia cuya ferocidad dependerá del grado de divergencia regulatoria y económica de la segunda economía continental en relación a la Unión Europea.

En Bruselas son conscientes de la inevitable metamorfosis de su relación, pero en la campaña británica está pasando de puntillas, gracias en parte a las exigencias derivadas del cortoplacismo electoral. Al sur del Canal de la Mancha, por el contrario, la canciller alemana ha venido apelando en los últimos meses a la extrema precaución ante quien está a punto de transformarse en un contrincante económico “en el mismo umbral” del bloque, un aviso patentemente justificado a juzgar por el espíritu del acuerdo sellado en el último Consejo Europeo: frente al alineamiento normativo previsto por su antecesora, Johnson desechó toda convergencia con el objetivo de maximizar el potencial de sellar pactos comerciales con terceros.

El dilema para la contraparte británica es complejo, puesto que implicará renuncias que el Reino Unido no parece, de momento, entender que resultarán ineludibles. El Gobierno insiste en que no habrá tarifas, ni cuotas con la UE, pero el negociador jefe comunitario ha avisado ya de que esta ambición dependerá de hasta dónde Londres esté dispuesto a seguir los estándares europeos. Michel Barnier, quien asumirá la siguiente fase de la negociación, la que definirá la futura relación, ha dejado claro al Reino Unido que su acceso al mercado estará dictado por cuánto respete la legislación laboral, los protocolos en materia ambiental, o las reglas en materia de ayuda estatal.

Como consecuencia, el premier se halla ante la disyuntiva de presenciar cómo, en el continente, Angela Merkel insta a no caer en la complacencia sobre la futura amenaza británica; mientras que, al otro lado del Atlántico, Donald Trump le recuerda que, o rompe íntegramente con la UE, o el ansiado pacto comercial no podrá tener lugar en la extensión que ambos habían expresado.

La lógica numérica recomendaría priorizar el territorio que absorbe el 50 por ciento de los intercambios, en lugar del que se lleva apenas el 15 por ciento, como acontece con Estados Unidos, pero el Brexit va más allá de pragmatismos y razonamientos deductivos. El divorcio invoca la idea de una libertad plena, tanto para decidir vínculos económicos, como para establecer las propias leyes, o definir políticas de alto voltaje como la gestión de las fronteras. No por casualidad, Recuperar el control había sido el lema que decantó el referéndum de 2016.

Este anhelo, no obstante, implica un precio que, tarde o temprano, Londres deberá aceptar, determinando cuánto le importa la soberanía, en comparación al acceso limitado a su socio de referencia. En la actualidad, cuenta con el arreglo comercial más profundo que existe a escala mundial, por lo que cualquier modificación acarreará innegablemente renuncias y erigir barreras. De ahí que los avisos de Merkel acerca del rol como competidor que Reino Unido pasará a ejercer no sean más que la consecuencia natural del Brexit, una obviedad que, en el delicado debate abierto por la ruptura, suena a amenaza.

Johnson ha respondido a la principal duda de la UE ante la salida británica: qué pretende. Frente a la indeterminación de May, admite sin tapujos su aspiración por una divergencia que libere a su país de toda injerencia comunitaria. Este deseo, sin embargo, tiene severas consecuencias para el bloque, que deberá maximizar la cautela en las conversaciones del acuerdo comercial, para impedir que el Reino Unido obtenga prebendas, pese a haber rebajado los estándares europeos.

Una de las ambiciones del Brexit es hallar ventajas competitivas donde pueda, de ahí lo complicado de la maniobra para los Veintisiete, que tendrán que calibrar el apetito compartido por mantener intercambios fluidos, sin generar lo que ya se ha dado en conocer como Singapur en el Támesis. El riesgo es que, ante una potencial mayoría absoluta de los conservadores en las generales de 2020, el premier intente capitalizar lo que se encargaría de retratar como la intransigencia de la UE.

Johnson podría emplear a su favor la mera normativa comunitaria como excusa para imbuir un giro radical al modelo económico, con agresivas apuestas fiscales, una amenaza que demuestra que, aunque sus diferentes dimensiones no los convertirían en rivales geopolíticos, comercialmente Reino Unido y la UE pueden convertirse en incómodos vecinos.

Los partidos retoman hoy la campaña con la determinación de evitar reeditar los errores que habían mancillado el arranque de la carrera por las generales. Su único consuelo es que el descuido del rival sirvió para neutralizar el error propio, pero a medida que se acerca el 12 de diciembre, las equivocaciones cuestan votos.

Tras la tregua otorgada ayer por el Domingo del Recuerdo, el tributo anual del Reino Unido a la contribución de sus fuerzas armadas en los conflictos del siglo XX, la batalla electoral pretende imponer la narrativa con la que cada fuerza política ansía apuntalar sus posibilidades en Westminster, es decir, la dialéctica Brexit, encarnada por los tories, frente al cambio real preconizado por el Laborismo. Los conservadores han iniciado una ofensiva que aspira a presentar a su rival como un candidato incoherente, en quien no se puede depositar la confianza. Jeremy Corbyn, mientras, seguirá contraatacando donde más duele a una formación que acumula nueve años en el poder: su historial de austeridad y las severas consecuencias.

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