Boris Johnson rompe sus compromisos y aspira a un divorcio de la UE más duro
La cuidada coreografía ofrecida por el Reino Unido y la Unión Europea en la obertura de la negociación de su futura relación ha topado con el ritmo inesperado de la delegación británica, que aspira a una ruptura más dramática de lo anticipado. Si su contraparte comunitaria ha concurrido al arranque del proceso con el guión pactado en octubre, el mismo que había permitido desbloquear el divorcio, Londres ha hecho añicos los compromisos asumidos en cuestiones clave, como el alineamiento regulatorio, y ha dejado claro que la soberanía política, es decir, los simbolismos, pesan más que el beneficio económico.
Como consecuencia, los once grupos de trabajo que se sentaron por primera vez descubrieron asimetrías que no solo limitan su margen de maniobra, sino que disparan las posibilidades de fracaso de las conversaciones significativamente antes del fin de la transición, este mismo año. Ya no se trata únicamente de disensiones en materias sensibles como la pesca, o los mecanismos de resolución de disputas, la cacofonía afecta a la naturaleza misma del diálogo: Boris Johnson ha renunciado a los objetivos esbozados en otoño de 2019 y no hay nada que Bruselas pueda hacer para forzarlo a retomarlos.
El bloque podría haberse tomado como un aviso la insistencia del primer ministro británico en mover obligaciones de calado, como el seguimiento del manual normativo europeo, del tratado vinculante a la declaración política, es decir, a un texto sin validez legal; pero la revolución de Johnson va mucho más allá de su deseo de divergir del marco regulatorio y atañe a principios de base. Como resultado, el deseo de garantizar una “relación especial” con la UE ha desaparecido, como también la ambición establecer intercambios comerciales “sin barreras” con quien continúa siendo el mercado de referencia para el Reino Unido, al que destina casi la mitad de sus ventas en el exterior. Es más, batallas como la anticipada para preservar el acceso de la City al continente a largo plazo parecen también haber perdido trascendencia.
Este vuelco estructural en la concepción misma del futuro marco de relación ha aumentado el escepticismo en Bruselas, no solo porque descarta la viabilidad de su desenlace preferido (mantener los máximos lazos económicos), sino porque restringe incluso las opciones de un pacto de mínimos. La UE confiaba en que el magnetismo de sus 450 millones de consumidores fuese suficiente para desarticular los dogmatismos que habían cimentado el Brexit, pero si algo ha descubierto desde el 31 de enero es que la hegemonía conservadora al norte del Canal de la Mancha los ha exacerbado. De ahí que el reto más urgente en este arranque del diálogo sea erigir un espacio de entendimiento donde actualmente domina la desconfianza y el temor.