Así son los cinco retos a los que se enfrenta el Reino Unido en 2020
El Reino Unido hace frente en 2020 a una fase definitoria para su futuro, un desafío que, en sí mismo, revela la trascendencia de lo que está en juego para un país que en los últimos años ha protagonizado uno de los períodos más determinantes de su historia moderna. La década que mañana llega a su fin lo ha visto acumular hitos como el primer gobierno de coalición desde la II Guerra Mundial; una transición casi dinástica de trece años de Laborismo a diez de poder conservador; referéndums que han marcado un cambio de tercio y la evolución de la dictadura de la austeridad hacia una nueva era marcada por la expansión del gasto público.
Indudablemente, la clave que marcará el porvenir de la segunda economía continental será la determinación de la futura relación con la Unión Europea que se abrirá el 31 de enero, con la oficialización efectiva de la salida ordenada por el plebiscito de junio de 2016. Será entonces cuando muchos británicos comprendan que el “materialicemos el Brexit” vendido por el primer ministro durante la campaña electoral no supone más que el cierre de una etapa y el inicio de la verdadera negociación.
Boris Johnson se ha encargado de complicarse extremadamente la misión, al descartar ampliar la transición a la que dará paso la formalización de la ruptura, lo que deja a las partes apenas once meses para definir, entre otros retos, el nuevo marco comercial, la cooperación en seguridad, o la interacción en pesca y agricultura, materias lo suficientemente complicadas como para que Bruselas considere el plazo inviable.
El premier, sin embargo, cree que partir de la convergencia actual y, crucialmente, su hegemonía parlamentaria, un elemento antes inexistente, agilizarán el entendimiento, si bien en su apuesta por concluir el proceso a final de 2020 hay más estrategia política, que una lectura objetiva de la realidad.
No en vano, Johnson sabe que el Brexit es un proceso en construcción, por lo que quiere minimizar su peso en el imaginario colectivo, para centrarse en el revolucionario panorama arrojado por las generales. Tras el 31 de enero, quiere que la Unión Europea desaparezca del debate doméstico y cuanto antes pierda protagonismo, antes podrá dedicarse a la gran batalla pendiente: la de la política interna.
El 12 de diciembre había generado un terremoto en el mapa electoral e ideológico, por lo que el Gobierno necesita erigir una nueva dinámica para consolidar una base de voto que podría haber sido meramente puntual. Por primera vez, bastiones tradicionales laboristas se entregaron en masa al magnetismo tory, en parte por su propuesta de resolver el divorcio, pero también por el rechazo a Jeremy Corbyn, por lo que el primer ministro está obligado a redefinir su legado si quiere apuntalar su presencia en Downing Street. De ahí la profunda descentralización prevista para priorizar la inversión al norte de Inglaterra y la declarada determinación de cerrar la brecha con el más boyante sur del país.
Paralelamente, su equipo prepara un ambicioso programa de reforma del funcionamiento del gobierno que aspira a revolucionar la administración pública de raíz, con fusiones de departamentos y la elimi- nación de carteras que podrían resultar en la desaparición de varios ministerios. El plan se pondrá en marcha una vez materializado el Brexit, cuando tendrá lugar una remodelación de gabinete: la acometida tras los comicios había sido meramente cosmética, con la idea de ejecutarla en profundidad en febrero.
Es más, este proceso de eficiencia e industrialización de la maquinaria gubernamental constituye la gran obsesión del polémico fichaje de Johnson tras alzarse con el liderazgo, Dominic Cummings, la mano que mueve los hilos en el Número 10. La liberación de capital político que brinda la salida de la UE permite diversificar recursos hacia áreas relegadas.
Por él, no obstante, se han colado también complejas dinámicas como las tensiones territoriales agitadas por el resultado del referéndum. Escocia, que había respaldado mayoritariamente continuar en la UE, ha iniciado ya la ofensiva para propiciar otro plebiscito independentista, reclamado en base a que el divorcio de la UE constituye un vuelco radical de circunstancias que justifica una nueva votación: en 2014, el riesgo de perder el vínculo comunitario había disuadido a un importante segmento de la ciudadanía de apostar por la secesión, pero dos años después, los escoceses acabarían viendo cómo el electorado inglés los forzaba al exilio.
El reciente triunfo del Partido Nacional Escocés (SNP, en sus siglas en inglés), que se había jugado las generales a la baza eurófila, ha sido interpretado como un refrendo a su agenda soberanista y Nicola Sturgeon ha presentado ya los argumentos legales para convocar la consulta, que reclama ya para 2020. Johnson la ha descartado reiteradamente, pero la batalla constitucional está servida y la presión podría resultar insostenible si el SNP recaba mayoría absoluta en las elecciones previstas en Escocia en 2021.
Adicionalmente, el próximo año será testigo del complejo relevo en el Laborismo, un partido que este mes sumó la cuarta derrota electoral consecutiva y que, con la inminente salida de Jeremy Corbyn, corre el riesgo de resquebrajarse en una guerra civil por el control interno. El abandono de los electores tradicionales el 12 de diciembre evidencia la profunda desafección en su granero natural y cuestiona su capacidad de recuperar su apoyo en un futuro. La nueva dirección tendrá que decidir si recoge el guante del socialismo auspiciado por Corbyn, pese a la vulnerabilidad que evidencia en las urnas; o traza una gruesa línea roja para redefinir el papel del Laborismo en tiempos de populismo y Brexit.